
Enhanced Games: Cuerpos Mejorados, Juegos Perdidos
Por Por Pablo Saavedra Reinaldo
A Coruña – Junio 2025
Consultor deportivo en sostenibilidad, gestión e impacto deportivo.
Queremos ver récords. Pero no a cualquier precio. El deporte necesita límites, no solo para proteger el cuerpo, sino para preservar lo que significa ser humano.
Tenía 17 años cuando nadé mis primeros Juegos Paralímpicos en Barcelona. Después llegaron Atlanta y Sídney, y con ellos, la madurez del esfuerzo y del sentido. Años antes de que se hablara de superatletas diseñados en laboratorio, algunos de nosotros nos entrenábamos en silencio, sin más tecnología que un reloj, una tabla y la certeza de que lo humano todavía bastaba.
En 1993, batí un récord del mundo en los 50 metros libres, piscina corta: 25,98. Fue en un Campeonato de España absoluto, en Ciudad Real. Lo recuerdo bien. No era una hazaña grandiosa. Era una pequeña victoria contra lo que parecía improbable. Un gesto imperfecto y exacto al mismo tiempo.
Tres años después, en Atlanta, gané una medalla de bronce. No era oro, no era la gloria absoluta. Pero fue justa. Ganada sin trampas, sin atajos, sin nada que alterara mi cuerpo más allá de lo que el entrenamiento, la emoción y la resiliencia podían lograr. Esa medalla no fue un trofeo: fue una confirmación. De que se puede competir —y ganar— sin dejar de ser uno mismo.
Hoy, sin embargo, esa idea parece estar en peligro.
Cuando la mejora se vuelve distorsión
Durante décadas, el dopaje ha sido el enemigo silencioso del deporte. Desde la eritropoyetina (EPO) que aumentaba los glóbulos rojos, hasta la hormona del crecimiento o los esteroides anabólicos. Estas sustancias, utilizadas para rendir más, provocaban alteraciones hormonales, daños hepáticos, hipertrofia cardíaca, dependencia psicológica y, en algunos casos, muertes súbitas. Sabíamos que era trampa. Y sabíamos que era peligroso.
Aun así, el dopaje se ocultaba, se perseguía, se castigaba. Porque el consenso era claro: ganar no justifica poner en riesgo la salud ni desnaturalizar el cuerpo.
Las secuelas psicológicas del dopaje clásico tampoco eran menores: sentimiento de culpa, crisis de identidad, estados depresivos tras el retiro o al ser descubiertos. Muchos atletas terminaban alejándose del deporte, no por lesiones físicas, sino por haber perdido el vínculo emocional con una práctica que antes les llenaba de sentido. La sospecha constante sobre si sus logros eran "reales" acababa erosionando su propia autoestima.
Ahora, con la edición genética y las terapias celulares, el discurso ha cambiado. Ya no se esconde. Se vende como evolución. Como un derecho.
¿Y si pudiéramos apagar los genes que limitan el crecimiento muscular? ¿Y si el dolor desapareciera con un impulso eléctrico cerebral? ¿Y si pudiéramos reprogramar el cuerpo como quien actualiza un software?
Pero el cuerpo humano no es un laboratorio. Es historia, emoción, fragilidad y memoria. Es el lugar donde la victoria se gana, sí, pero también donde se pierde con dignidad.
Y hay algo más silencioso y más profundo: el impacto psicológico del nuevo dopaje. Cuando un atleta ya no sabe si ha ganado por él mismo o por lo que le han inyectado, implantado o modificado, aparece una grieta identitaria difícil de cerrar. La autoestima se contamina. El sentido de logro se diluye. La presión por mantener esa versión mejorada se convierte en ansiedad crónica. Y el cuerpo, desconectado de la vivencia del esfuerzo, se transforma en un campo de batalla emocional.
El dopaje biotecnológico no sólo deja secuelas físicas desconocidas: deja cicatrices invisibles en la percepción de uno mismo, en el vínculo con el deporte y en la forma en que se entiende la propia dignidad.
El deporte no se entrena, se reprograma
Lo que proponen los Enhanced Games no es sólo una nueva competición. Es una nueva especie de atleta. Uno que puede pasar más horas en el gimnasio, entrenar más intensamente y recuperarse más rápido, no gracias a su resiliencia o capacidad de sufrimiento, sino porque el dopaje biotecnológico le facilita ese umbral imposible para un cuerpo no intervenido. Un atleta que no se forma únicamente en el sacrificio, sino en la sala blanca de una clínica de biotecnología. Que no compite en igualdad de condiciones, sino con ventaja de laboratorio.
¿Y el mérito? ¿Y la constancia? ¿Y el talento natural? ¿Desaparecen?
¿Y qué mensaje damos a los niños que empiezan? ¿Que sus cuerpos son insuficientes? ¿Que si quieren destacar deberán mejorarse químicamente?
Y lo más preocupante es cómo este fenómeno se está envolviendo en una estética de progreso, espectáculo y libertad individual para las marcas, los patrocinadores y los medios. Algunas grandes empresas tecnológicas y plataformas de entretenimiento han empezado a flirtear con el concepto, no tanto por sus valores deportivos, sino por su potencial viral y mediático. Lo que realmente se está jugando en estos nuevos escenarios no es una medalla, sino una guerra por la atención, el negocio de los datos biomédicos y una nueva forma de monetizar cuerpos mejorados como contenido de alto rendimiento emocional.
La industria del deporte y del entretenimiento, que antes se nutría de historias de superación, ahora coquetea con la narrativa de lo imposible biológicamente programado. Pero lo verdaderamente disruptivo no es esto. Lo verdaderamente transformador sería construir un modelo donde la sostenibilidad, la salud y la verdad tengan más valor de mercado que el récord manipulado.
La triple ruptura: personas, planeta y propósito
1. Personas: del esfuerzo al privilegio
En un sistema donde gana quien tiene acceso a la mejor tecnología, el mérito muere. Nace una nueva aristocracia: la biológica. El que puede pagar un tratamiento con células madre, gana. El que puede modificar su ADN, gana.
El que no, ni compite.
Y más allá de la élite, la presión se filtra hacia abajo. Jóvenes deportistas que creen que nunca serán suficientes si no se alteran. Padres que aceptan tratamientos experimentales con tal de ver triunfar a sus hijos. Entrenadores que dejan de enseñar para supervisar protocolos médicos.
Como advirtió Travis Tygart, director de la USADA: “La idea de una competición sin límites médicos no es progresista, es un experimento humano a gran escala sin control ético”.
2. Planeta: cuerpos que contaminan
No solemos pensarlo, pero cada sustancia que se usa, se fabrica. Cada hormona sintética, cada molécula, cada terapia génica implica recursos, residuos, emisiones.
¿Quién gestiona esos desechos? ¿Dónde terminan?
Estudios ya han detectado restos de esteroides y EPO en ríos cercanos a centros de entrenamiento. La farmacología no es invisible. Y si la convertimos en eje del deporte, su huella será tan real como irreversible.
3. Propósito: sin comunidad, sin legado
Los Juegos Olímpicos —con todos sus problemas— dejan algo. Infraestructuras. Programas sociales. Inspiración.
Los Enhanced Games no. Son espectáculo puro. Se sostienen en la atención, el escándalo, la diferencia. Pero eso es frágil. Volátil.
El día que el público se canse de ver cuerpos imposibles, no quedará nada. Ni comunidad. Ni inclusión. Ni historia.
Y la ética, ¿dónde queda?
Mejorar el cuerpo suena bien. ¿Quién no querría correr más rápido, sufrir menos, curarse antes?
Pero el problema no es la mejora. Es el precio. Es la dirección. Es que al quitar los límites, quitamos también el significado.
La ética no es un freno a la innovación. Es su brújula. Nos dice hacia dónde ir. Y más importante aún: hasta dónde no deberíamos ir.
¿Puede alguien dar un consentimiento libre a una edición genética cuyos efectos no comprenderá en décadas? ¿Puede un niño competir con un referente que no es real, sino diseñado?
El futuro no es posthumano. Es profundamente humano
No soy ingenuo. Sé que la ciencia avanza. Y celebro sus logros. He visto cómo la tecnología puede salvar vidas, recuperar funciones, ampliar horizontes. Pero una cosa es curar, y otra muy distinta es transformar el cuerpo en un producto optimizado.
El deporte tiene un poder inmenso. Puede inspirar, unir, sanar. Pero sólo si sigue siendo humano.
Lo que nos conmueve no es ver cuerpos perfectos, sino historias imperfectas. No es ver lo imposible, sino ver cómo alguien logra lo posible, a pesar de todo.
Yo no quiero unos Juegos donde el podio lo decida un laboratorio. Quiero un deporte donde la victoria aún tenga valor.
Porque fue ganada.
Porque costó.
Porque fue real.
¿Y si el verdadero límite del cuerpo humano fuera justo lo que lo hace hermoso?